Todo este tejido de control y silencio tiene un impacto profundo en la salud mental.
Y lo cierto es que en muchos pueblos, hablar de ansiedad o depresión sigue siendo un tabú.

De alguna forma, la falta de anonimato aumenta el miedo (¿Qué dirán si me ven entrando en terapia?, ¿Y si se enteran de que estoy tomando medicación?

El estigma pesa más cuando el grupo es pequeño.
Y así, la misma red que debería cuidar, a veces termina juzgando.

El resultado es el aislamiento: la persona que más necesita ayuda es la que menos puede pedirla.

A nivel psicológico, el mensaje implícito es claro:
“no muestres tu dolor, no rompas la imagen”.

Pero lo que no se muestra, se enquista.
Y el silencio, a la larga, enferma.



Hacia comunidades más libres y compasivas


Evidente no se trata de romper con los pueblos ni con la tradición, sino de humanizarlos y tomar consciencia de estas dinámicas para reubicarte dentro de las mismas. 

De construir espacios donde la diferencia no sea amenaza, sino oportunidad de encuentro.

Donde podamos hablar de lo que nos duele sin miedo al juicio, y donde el apoyo no dependa de parecer perfectos, sino de ser reales.

La libertad no siempre consiste en marcharse,
también en poder quedarse siendo uno mismo.

Y para eso, necesitamos comunidades que abracen la complejidad,
que sepan escuchar sin condenar,
y que recuerden que cuidar también es permitir que el otro sea distinto.

Ojalá pueblos (y también familias, trabajos y grupos)
donde la cercanía no se mida por el control,
sino por la capacidad de sostenernos con respeto y ternura.