Darse espacio: entre el miedo y la posibilidad

A veces, lo que más necesitamos es lo que más nos asusta.

Y no me refiero a grandes decisiones o cambios de vida radicales.

Me refiero a algo más simple, más hondo, más humano: darnos espacio.

Espacio para escucharnos.

Para no responder enseguida.

Para sentir sin prisa.

Para descansar sin culpa.

Pero qué difícil es ¿verdad?

Porque cuando me doy espacio… aparecen cosas.

Aparece el miedo.

La incertidumbre.

La sensación de abismo.

Aparece lo que he ido aplazando, lo que me duele, lo que no quiero mirar.

Y por eso muchas veces me lleno de tareas, conversaciones, ruido o movimiento. Para no encontrarme con ese silencio que, aunque incómodo, es también el único lugar donde puedo volver a mí.

Cuando no me escucho, me pierdo

Me he dado cuenta de que cada vez que no me obedezco,

cada vez que me fuerzo a seguir adelante ignorando lo que necesito,

pierdo energía vital.

Y no solo hablo de cansancio físico, sino de algo más profundo:

el alma se encoge cuando no le damos espacio.

En terapia lo veo a menudo. Personas brillantes, sensibles, responsables… que sienten que no pueden más, pero no saben cómo parar. Porque parar se siente como fracasar.

Pero no es así.

Descansar no es rendirse. Es empezar a elegirse.

Habitarme con lo que hay

No hace falta que todo esté resuelto para poder pausar.

No hace falta tener certezas para dar un paso hacia adentro.

Tal vez, solo tal vez, el primer gesto sea habitarme con lo que hay.

Sin exigencias, sin deberes, sin evaluaciones.

Y entonces algo cambia.

Muy despacio, casi imperceptiblemente, el miedo se recoloca.

Ya no manda.

Sigue estando, pero ya no define.

Y ese espacio que tanto evitaba, empieza a parecerse a casa.

¿Y si el miedo no fuera un límite,

sino la señal de que estoy entrando en un territorio donde, por fin, soy yo?

Gracias por leerme 🙂

Deja un comentario