Cuando era pequeña me enseñaron cómo debía pintar el lienzo de mi vida. Y yo, dibujaba cada línea con esmero y dedicación.
Esas líneas me identificaban y me harían una buena niña. ¡Eso era muy bueno!
Llené a cada paso mi creación:
Me dijeron que si estaba sentada y callada conseguiría ser muy buena. ¡Me lo apunto!
Que también lo sería si pensaba en los demás antes que en mí.
Me anoté eso de que llorar no está muy bien.
Que los adultos siempre tenían la razón y que yo sabía muy poco. -¡Soy demasiado pequeña!-.
Que cuando fuese mayor, tendría que esforzarme muy duro para ser alguien. ¡Cuando sea mayor, seré alguien!- Me repetía con ilusión-.
¡Qué rápido iba todo! Pero yo iba más rápido con mi pincel anotando, ¡Todo, todo!
Crecí y crecí y mi lienzo tenía muchos detalles, ¡Estaba lleno llenísimo!
Tan lleno que ya no podía dibujar más.
Mis trazos me guiaban,
Ellos eran todo lo que yo era. Nada más.
¿Nada más?
¿No había nada más?
¿Y si hubieran otros lienzos?
Pintados de otras formas, con otros colores y pinceles.
Y si…¿Mi lienzo podía ser diferente?
Esa pregunta me dolió en el cuerpo. Me dolió en el alma.
Dolor al darme cuenta que algo dentro de mí gritaba que aunque yo había pintado ese cuadro, mi mano no había sido movida por mí.
Y a la vez sí.
Me sentí culpable.
También sentí rabia hacia la pintura. La rechacé. Estaba muy enfadada. ¡Y encima yo estaba tan contenta con cada trazo!
Me señalé a mí misma. Y a mi familia.
Sintiendo un ardiente fuego que subía por mi pecho, cogí el lienzo y lo rompí. Lo rompí. Me liberé.
Lloré como nunca. Un pellizco en mi corazón de tristeza se alternaba con una sensación de paz extraña.
Me vacié.
Y por primera vez en mi vida, sentí que yo no era el lienzo que pintaba, que era muchas más cosas. Bailé, grite, me acurruqué, observé la luna durante toda una noche.
Y al amanecer, con cada rayo de sol, mi corazón empezó a calmarse. “Todo está bien, hay otra oportunidad”, me dije.
Así que con cariño, fui recogiendo todos los pedazos de mi lienzo y fui observándolos. Con dedicación, fui ordenándolos de la forma que sentí. Una forma diferente.
Pude entender de qué estaba compuesto mi camino,
Pude elegir qué pedazos seguían formando parte mí, cuáles ya no.
A los que no, me despedí de ellos: “Gracias, ya no te necesito”.
Surgieron otras formas. Y desde ahí, pude honrar mi camino, sabiendo que hoy podía añadir todos los lienzos en blanco que quisiera, podía cambiar mi pincel, la pintura, las formas e incluso podía dejar de pintar.
Pues SER, es mucho más que ser lienzo.